Ser luz y ser sal más que una pretensión que depende de nuestra voluntad es consecuencia de vivir descentradamente, de modo que lo que esté en el centro de nuestra vida sea el sueño de Dios, su proyecto de fraternidad, plenitud e inclusión. De lo contario, puede convertirse en un acto de prepotencia y orgullo. La humildad es la verdad. Por eso somos invitadas e invitados a compartir la verdad que somos y los dones que tenemos al servicio de la fraternidad y la justicia y no a esconderlos debajo del celemín. La luz que cada persona portamos no es una propiedad particular sino un don al servicio del bien común. El sentido de la luz que somos y portamos no es otro que alumbrar. No hacerlo es cerrarnos al don y apropiárnoslo.
De igual modo sucede con la sal. Su sentido es mezclarse con otros alimentos. Al hacerlo pierde su visibilidad, pero no su sabor. Ser colaboradores y colaboradoras del Reino al modo de Jesús no es tanto buscar visibilidad, sino que lo que brille sea el Reino de Dios y su justicia, señalar la presencia viva del Espíritu de Jesús en nuestro mundo, aunque para ello nos tengamos que disolver como la sal en la masa del pan que, aunque no se ve se saborea, y se ofrece como alimento para el mundo.