La ceguera es uno de los temas más repetidos en los Evangelios, pero en el Evangelio de Juan aparece siempre planteada como causa de la tiniebla o de la “ideología de la ley”. Así sucede en este texto. El ciego al que libera Jesús representa a un grupo dentro de Israel que ha vivido una opresión ancestral y no conoce más realidad que la oscuridad en la que transcurre su vida. Su sufrimiento y aislamiento es externo. Su desesperación le lleva a dejar que Jesús le unte los ojos con barro y saliva, como expresión de una nueva creación y recuperación para la vida y a bañarse en la piscina de Siloé.
La alegría de su liberación contrasta con la sospecha de los fariseos y su acusación a Jesús por transgredir el sábado. La observancia les hace esclavos de la ley. Su ceguera es mucho mayor que la del ciego de nacimiento porque sus sospechas y la defensa de sus intereses les incapacitan para reconocer la misericordia actuante de Dios. Frente a los hombres de la ley, el ciego de nacimiento es capaz de reconocer la Buena Noticia de Dios que los fariseos niegan.
También nosotros y nosotras necesitamos liberar la mirada de múltiples cegueras que terminamos por naturalizar. Por eso eso necesitamos convertirla e invertirla y exponerla a las periferias sociales y existenciales, que son lugar preferente de la revelación de Dios. Recorrer quizás el mismo itinerario que hizo el ciego del texto de hoy, conscientes que para ir viendo con los ojos del Evangelio no bastan sólo las buenas intenciones, ni los buenos análisis, ni la mera voluntad, sino que hemos de dejar que sea Jesús quien nos tome de la mano, y como a otro ciego, el de Betsaida, nos saque de la ciudad (Mc 8, 23). Porque la mirada del Evangelio se aprende de forma privilegiada e inaudita en las afueras y en los abajo de la historia.
En ellos podemos experimentar que la pedagogía desconcertante de Jesús con nosotras y nosotros, su modo de untarnos los ojos con saliva es la de aproximarnos a todos los orillados y expulsados, de manera que sean ellos, sus relatos, sus significaciones, los que vayan dándonos las instrucciones, las pistas, para aprender a mirar de manera nueva. Es este un aprendizaje lento que requiere paciencia, fidelidad y una gran confianza en Aquel que nos guía. Requiere también tocar fondo, perder miedo al vacío y desde esa desnudez, una vuelta a lo esencial que nos permita distinguir las sombras de la luz.
Quizás la crisis del corona-virus, sin quitarle un ápice a su dureza y la gran de tragedia que va a ser- que está siendo ya- para los y la más pobres, pueda ser un buen colirio para liberarnos de la ceguera de unas vidas centradas en la globalización de la indiferencia y el “ sálvese quien pueda” y nos abra los ojos a la interdependencia, la solidaridad y el cuidado de la vida más vulnerable.