Dios no es un Dios de muertos sino de vivos. Por eso, como señala el papa Francisco, no huyamos nunca de la Resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase, que nada pueda más que su vida que nos lanza hacia delante, porque nadie queda excluido de la alegría que nos reporta el Señor (EG 3). Como Magdalena, Pedro y Juan “aun cuando todavía es oscuro” podemos detectar las huellas del Resucitado en el corazón de la vida. Para ellos necesitamos “una mirada de fe” que va más allá de los datos empíricos de un sepulcro vacío, acoger y abrirnos a una nueva dimensión que nos hace descubrir que la realidad está habitada por una presencia que la dota de posibilidades insospechadas e imprevisibles. Por eso los signos no son prueba de fe, sino que es la fe la que descubre signos. El Espíritu del Resucitado nos urge a renovarnos profundamente como iglesia, revitalizando nuestra dimensión misionera con creatividad y urgiéndonos a ser una iglesia siempre de “puertas abiertas”, que sale con humildad al encuentro de la humanidad más herida, sin miedo mancharse ni quedar salpicada por ella pues se siente carne de su carne (EG. 49).
Una red de mujeres que nos sentimos convocadas por la vivencia de la espiritualidad ignaciana pensada y vivida con perspectiva de género y a la luz de nuevos paradigmas teológicos.